Cuando hace más de 20 años empecé a impartir seminarios de Presentaciones en Público, cayó en mis manos una magnífica Conferencia dictada por Laurence Bragg (1), “El arte de hablar de la ciencia”.
A Laurence Bragg le pidieron que explicara cómo se podía hablar de temas científicos y hacerlo de forma atractiva y estimulante.
Hoy en día, que hemos caído en el abuso de los soporte visuales, y hemos confundido por completo el “soporte” con la “chuleta” o texto escrito para “no olvidarme de nada” con el arte de la “oratoria”, creo que muchos de estos párrafos, escritos hace 100 años, tienen absoluta vigencia. En este post recogeré algunas de sus ideas sobre lo que caracteriza una Presentación oral. Aclaremos que Bragg se refiere a un formato de Conferencia/charla de 1 hora, pero hay muchos conceptos que son perfectamente aplicables a nuestras Presentaciones de Negocio o que, por lo menos, nos darán qué pensar…
Empecemos por un planteamiento básico: no hay temas aburridos, hay comunicadores aburridos. Como L. Bragg plantea: “¿Por qué un tema presentado por A toma la forma de una narración interesante que produce una honda impresión, mientras que el mismo material, cuando es presentado por B, resulta pesado y monótono y no produce impresión alguna?”
Es, asimismo, importantísimo que aprendamos a diferenciar el texto escrito del lenguaje oral, que es la base de una Presentación: “(A diferencia del relato oral) la narración escrita puede tratar también de crear un punto de vista determinado, pero, a mi parecer, su principal función es la de ser una reserva de información almacenada. Los argumentos pueden ser más sustanciosos y condensados. Pueden tener el complemento de tablas, gráficos y ecuaciones matemáticas. Esto es posible porque el lector puede, a voluntad, detenerse para digerir las ideas, o volver atrás para estudiar de nuevo aquellas partes que le han parecido difíciles (…)
A mi parecer, el factor principal que determina la naturaleza de la charla es éste: el éxito de la forma en que ha sido presentado el tema se mide por la cantidad de cosas que el miembro medio de la audiencia recuerda al día siguiente. (…)La valía de una conferencia no se mide en razón del número de ideas que se han conseguido introducir a la fuerza en el tiempo disponible, ni en razón de la cantidad de información expuesta, ni en razón de la forma más o menos exhaustiva con que se ha tratado el tema. Se mide por la cantidad de cosas que un oyente puede contarle a su mujer durante el desayuno del día siguiente o, si ella no está interesada, a un amigo en el autobús que les lleva al trabajo.
Supongamos, por ejemplo, que nos preguntamos cuántos puntos principales pueden quedar completamente solventados en una hora. Yo creo que la respuesta debe ser: uno. Si el miembro medio de la audiencia puede recordar con interés y entusiasmo un tema principal, la conferencia ha tenido éxito.
Me gusta comparar la composición de una conferencia con la de un cuadro (…). Debe tener sólo un tema principal, y todos los puntos interesantes, experimentos o demostraciones deben secundar a aquél de forma que recuerden al oyente el tema central. En una conferencia, al igual que en un cuadro, la fuerza de la impresión se basa en un sacrificio despiadado de todo detalle innecesario (…). La charla puede estar enriquecida por un conjunto de detalles excitantes, pero éstos deben estar dispuestos en forma tal que su observación rememore inevitablemente el significado del tema principal. En otras palabras, podemos hablar de la composición de una conferencia en el sentido de que debe tener una estructura, por cuanto es esta estructura, precisamente, la que ayuda principalmente a grabarla en la memoria de quien escucha.”
Para terminar, quedémonos con esta ideas: el público, auditorio o colectivo al que nos dirigimos tiene un conocimiento muy diferente de la materia al que tenemos nosotros. No hemos de aturdirles con mucha información para demostrar lo que sabemos, hemos de despertar su interés y hacer atractivo el tema!
(1) Sir William Lawrence Bragg, OBE (Adelaida, Australia Meridional, Australia, 31 de marzo de 1890 – Ipswich, Inglaterra, 1 de julio de 1971) fue un físico británico galardonado en 1915 con el Premio Nobel de Física junto con su padre William Henry Bragg.