No me dí cuenta de su presencia hasta entonces.
Y no era extraño que no lo hubiera hecho antes ya que estaba en uno de mis santuarios. En uno de esos lugares a los que acudo para re-encontrarme después de un largo período de “entregar y entregar”, para re-conciliarme con mis miedos y conflictos o, simplemente, para re-conectarme con lo que busco antes de empezar una nueva jornada. Uno de esos lugares a los que voy a cuidarme.
Y no es un lugar lejano ni apartado de lo cotidiano. Es simplemente un bar enfrente de mi casa. Un bar muy conocido, pero un bar normal, de los de antes , con nombre de famosa ciudad europea y en el que los “cortados” siguen siendo más un pequeño café con leche que un verdadero macchiato. Un lugar en el que se dan cita, por unos minutos, las vidas de múltiples personas, que llegan cargados con su personaje a cuestas, con sus filias y sus fobias. Un lugar en el que puedes estar sin estar, leer sin ser leído y ver sin ser visto. Y en el que hay un rincón en el que la lectura matutina de La Vanguardia me ofrece el regalo de re-conectarme con la paz necesaria para transitar hacia el inicio de un nuevo día.
Se acercó tan sigilosa a ese rincón que no me di cuenta de su presencia hasta que habló. Con la elegancia que emana de una mujer sobre los cincuenta años. Más bien delgada y alta, y con un bolso que la incluía en el cliché de mujer “que trabaja en una empresa”, con sumo respeto y cuidado me pidió:
– ¿Puede dejarme la página número 13?
– ¿Cómo dice?- le respondí sobresaltado mirándola a los ojos.
Con una sonrisa amplia, sin amedrentarse y mirándome a los ojos con presencia y determinación me respondió:
– Si, la página número 13 de la sección “Vivir” de La Vanguardia. Es en la que cada día se publican los entretenimientos. Me gusta empezar cada día resolviendo alguno….
– Esteeeeee… – le respondí embobado por una sorpresa que ella, ya experta en esta situación, supo manejar con tranquilidad.
– ….es que quien no llora no mama.- remató
– Sí, desde luego. -respondí buscando la página número 13 para entregársela.
Mientras se alejaba a sentarse en otra mesa para meterse, absorta, en la resolución de alguno de los 3 sudokus del final de esa página, empecé a procesar lo que acababa de pasar.
Cuanta fuerza tiene el acto relacional de PEDIR.
Con él nos hacemos cargo de nosotros. De cuidar y dar salida a algo que necesitamos y que por tanto deseamos alcanzar y satisfacer. A través de él nos declaramos personas de valor a nosotros mismos y nos hacemos presentes. Nos asignamos y ejercemos el derecho de existir.
Y por ello nos hacemos visibles ante los otros, para ser escuchados y expresamos que nos pueden ayudar. Expuestos a que, quizás, digan no a nuestra demanda. Dispuestos a transitar por el posible rechazo de nuestro pedido, sin sentirnos rechazados como personas. Y nunca desde la debilidad, no desde la falta, sino desde la fortaleza que nos confiere la dignidad.
Saber pedir es saber operar en el mundo para fluir en equilibrio con uno mismo y con los demás.
Saber pedir es responsabilizarnos de nuestra propia felicidad.
Ella lo había hecho esa mañana con consistencia.Pero no sólo lo había conseguido conmigo. Lo consigue cada día por la mañana, entre las 8,15 y 8,45 de la mañana, en ese bar de Barcelona, tenga quien tenga en sus manos la página número 13 de la Vanguardia…por que quien no llora no mama.