Toda organización tiene un cuerpo vivo. Diferentes “órganos” cumplen funciones en interdependencia con otros para crear valor y sostenerse. Pero cuando calla y no se aborda lo que necesita expresar, aparecen síntomas: rigidez, ruido, desconfianza. Este post quiere hablar de cómo lo no tratado y silenciado se convierte en enfermedad… y de cómo la palabra y el encuentro desde el reconocimiento compartido puede ser la medicina.
A veces la vida real, lo que realmente importa, se filtra por las rendijas de lo establecido. Este fin de semana he tenido la oportunidad de disfrutar con la obra de teatro Dones de Ràdio (escrita por Cristina Clemente y dirigida por Sergi Belbel) en la que, sin querer hacer spolier (ya que recomiendo no perdérsela a aquellos que aún puedan ir a verla) tres mujeres descubren, casi al mismo tiempo, que tienen un bulto en el pecho. Lo que podría parecer una tragedia se convierte en la conexión de las tres a una frecuencia distinta desde la que empezar a escucharse. Y de golpe, ya no se trata de aparentar control o mantener el personaje. Se trata, simplemente, de ser.
Y entonces emerge la gran pregunta: ¿En qué momento confundimos lo importante con lo superfluo? ¿Cuándo dejamos de escuchar el pulso real de lo que nos sostiene —la ternura, la verdad, el cuidado mutuo,— para atender solo al ruido, a los formatos, a las reuniones inacabables y a los KPI de la existencia organizacional?
Las tres protagonistas se enfrentan al mismo diagnóstico, pero desde biografías distintas. Y en esa diversidad —de edad, de carácter, de manera de habitar el cuerpo— la obra nos recuerda algo esencial: no hay una sola forma de vivir el miedo, ni una sola forma de transitar por él ni por las tormentas emocionales a las que nos arroja. La tragedia se convierte en una especie de espejo radical donde se disuelve lo accesorio y solo queda lo que importa: el vínculo, la vida compartida, la presencia amorosa que no juzga ni huye. Donde la diversidad aporta y la inclusión no se explica, se vive.
En las organizaciones sucede algo parecido. Solo que nuestras enfermedades, nuestras inflamaciones, no se detectan en una ecografía sino en las conversaciones que evitamos, en los silencios cargados y en los equipos donde el humor desaparece y la confianza se erosiona.
Llamamos “problemas” a lo que en realidad son síntomas. Y en lugar de detenernos a escucharlos, los cubrimos con una capa de actividad frenética: nuevos comités, más informes, más métricas.
Creamos “tumores organizacionales” cada vez que dejamos que el miedo sustituya al diálogo, que la corrección política o la jerarquía impidan decir lo que se sabe y necesita, o que los intereses personales crezcan a costa del propósito común.
El tumor es lo que no se nombra, lo que se enquista. Y como todo tumor, crece en la sombra de lo no dicho.
Nos entrenamos para intervenir con protocolos, diagnósticos, cirugías de emergencia… pero pocas veces generamos el espacio para comprender qué emociones, qué desconfianzas, qué desajustes relacionales alimentan esos tumores. Nos obsesionamos por “curar la organización” sin escuchar su cuerpo vivo, sin reconocer su vulnerabilidad.
Quizá habría que preguntarse: ¿Y si los tumores no fueran las resistencias sino las ficciones que fabricamos para no mostrarnos vulnerables? ¿Y si, en lugar de extirpar, tuviéramos que aprender a cuidar? ¿Y si la confianza fuera el tratamiento y la cooperación, la fisioterapia que devuelve movilidad a lo que se había endurecido?
Hay equipos donde la enfermedad adopta forma de cinismo, de sobre control, de victimismo o de “todo va bien” impostado. Y hay otros donde, pese a las dificultades, la vida circula: se permite la duda, se sostiene el desacuerdo, se cuida el vínculo. El problema no está en los conflictos, sino en cómo los metabolizamos. Porque lo que mata no es el conflicto: es la desconexión, la rigidez, el miedo a mirarlo juntos.
Dones de Ràdio nos recuerda que, cuando la vida irrumpe, ya no hay guion que valga. Solo queda la posibilidad de hablar con la verdad de quien sabe que todo lo demás es ruido. Y que solo desde la vulnerabilidad compartida puede renacer la fuerza.
Quizá el verdadero liderazgo consista en eso: silenciar el ruido, abrir el micrófono y dejar que nos escuchemos y reconozcamos de verdad. Porque en esa escucha y en ese reconocimiento — a veces incómodos, pero humanos, llenos de verdad— empieza a curarse lo que importa: nuestra capacidad de confiar y cooperar para seguir generando futuros juntos.
Cuando las organizaciones enferman, lo cura se esconde debajo de los personajes construidos y los remedios se encuentran en la simplicidad de darnos cuentas que nos necesitamos para avanzar y construir.
Y esto, al final de la partida, o lo hacemos simple o es imposible.